Jueves de la 4ª semana (I)
Hb 12, 18-19. 21-24
evanj.: Mc 6,7-13
HOMILIA
Hermanos: en poco tiempo (en nuestra generación) hemos visto, sufrido o realizado muchos cambios, y muchos están en ellos, o estamos, como despistados, desorientados. Cosas que antes nos parecían fijas, inamovibles, hemos visto que se movían o se venían abajo o las hemos echado abajo...
Me gustaría fijarme en dos de esas realidades por lo que tienen de especial interés para los funerales. Querría iluminarlas con las lecturas que nos ha brindado la Liturgia de hoy, por si podemos encauzar nuestro comportamiento o la respuesta que damos a Dios.
Una de esas realidades es nuestra fe; la otra la de ser pueblo. Nuestro pueblo, como grupo humano, ha sido (y todavía sigue siendo en sus raíces más íntimas) amante de su propia realidad de pueblo, de colectivo; pero es patente el cambio que se está dando: cada día somos más individualistas, más alejados de las tradiciones y vamos, como hoy se dice, cada cual a su bola, al margen de los demás. De tal manera que los demás, más que ayuda, constituyen un estorbo en muchos casos. Lo cual acarrea sus consecuencias, y éstas se hacen patentes en muchos funerales: ha disminuido el respeto que antes se profesaba, parece que no se sabe estar en la iglesia, apenas se ve que se rece... Podríamos decir que cada vez miramos desde más lejos a los asistentes, a Dios, y que cada vez asistimos con mayor temor, miedo, vergüenza...
Iluminemos esta situación con lo que hemos escuchado en la primera lectura. En esto nos parecemos al pueblo que quiere formar Moisés. Aquellos hombres consideran una teofanía (una manifestación de Dios) el espectáculo de truenos, relámpagos y aparato eléctrico que contemplan en el monte Sinaí. En medio del temor, envían a Moisés a hablar con Dios. Y éste acude a él temblando de miedo.
Nosotros hemos recibido de Jesús un Dios al que podemos dirigirnos con confianza, porque somos sus hijos e hijas; él es nuestro Padre/Madre... Pero vamos perdiendo la costumbre de relacionarnos con él, cada día lo alejamos más de nosotros, y cada día le tenemos más miedo... ¿Vamos perdiendo nuestra condición de cristianos? ¿Tanto se ha debilitado nuestra fe? Bien podemos confesar que cada vez acudimos menos a la iglesia; que la liturgia cada vez nos dice menos; que apenas rezamos y que la Iglesia apenas nos dice nada...
La segunda realidad es nuestro colectivismo diríamos. Las relaciones de vecindad también se enfrían o llegar a desaparecer si no se cultivan. Ya son pocas las señas de identidad que nos quedan, y tal vez nos aferramos a ellas como a clavo ardiendo. Aunque algunas instituciones se afanan lo suyo, cada vez es menor la participación ciudadana, y mayor sus exigencias, cosa que es palpable. Nuestras relaciones se han enfriado mucho; cuando tenemos que estar juntos en algún acontecimiento (en la iglesia es notorio) nos incomodamos mucho; y preferimos soportar en la soledad los momentos sobre todo tristes de nuestra vida...
Acerquémonos la manera de comportarse de Jesús en el evangelio: busca colaboradores para su misión; y los envía. Sí, hermanos: Dios nos invita a trabajar en su tarea; él confía en nosotros; no porque seamos inmaculados o perfectos o fieles..., sino porque nos ama como hijos/as. Pero ¿nos gusta que sea él nuestro Padre/Madre? ¿No nos avergonzamos de tener un Padre/Madre como él?
La misión que nos encomienda no es otra que hacer frente a la maldad, a la enfermedad, al odio, a la altanería, a las ansias de riqueza y poder..., en una palabra, al Diablo. Y fijaos, además, cómo nos envía a esa lucha: con sólo un bastón en que apoyarnos, sin dinero, sin abrigo de repuesto... Lo cual nos indica que no es en nuestras fuerzas sino en él en quien tenemos que confiar y apoyarnos. Él es nuestra fuerza; nosotros podemos ser sus colaboradores. ¿Lo queremos?
Para eso, hermanos, es preciso convertirle a Jesús en maestro de nuestra vida. ¿Merecerá la pena? Pues, seguro que no merecerá la pena si seguimos con la idea de Dios que hemos recibido o nos han metido de pequeños: la de la teofanía del Sinaí, el Dios que hacía temblar cielo y tierra... Por eso nos vamos alejando de esa imagen de Dios, aunque no podemos desterrarla de nuestra mente. Si queremos una imagen de Dios que merezca la pena, acudamos a la que Jesús nos enseña en el evangelio. Este Dios nos considera sus hijos/as en su Hijo Jesús, nos invita a colaborar en la construcción del reino, y un día nos recibirá en su regazo, como hoy a N.. Con este Dios podemos hablar con plena confianza, y nos hace a todos hermanos y nos reúne, porque él es comunidad (Padre, Hijo y Espíritu Santo); convirtiéndonos, por encima de nuestros defectos y debilidades en una Iglesia. En ella, mediante la oración, podemos presentarle nuestras preocupaciones y también nuestras pequeñeces compartiéndolas entre hermanos.
Merece la pena que este momento de la despedida de nuestra hermana N., o su presentación al Padre, constituya un paso adelante en el reforzamiento de nuestra fe. Que, al rezar por ella, seamos los primeros agradecidos porque hemos podido acercarnos a la palabra de Dios y nos hemos acercado un poco unos a otros compartiendo estos momentos.
Meditemos por unos instantes.