2006/09/14

«La exaltación de la Santa Cruz»

En el FUNERAL de A. y de C.

(2006-09-14)

Hermanos: en este día en el que como Iglesia celebramos la fiesta de la "Invención de la Santa Cruz" depositamos en manos de nuestro Padre a nuestros hermanos difuntos A. y C. Llegan a la Casa del Padre cargados en años, pero, no cabe duda, dejando un vacío difícilmente rellenable.

Muchas veces se oye que nacemos todos iguales y que, aunque la vida nos va llenando de diferencias, la muerte nos iguala. ¡No me lo creo! Más bien creo que nacemos todos distintos, siendo los unos para los otros; en la vida nos vamos entregando; y la muerte nos pone cara al Padre, cuya imagen hemos desarrollado a lo largo del tiempo de vida, para acoger el abrazo definitivo que nos larga. Pero este acto del morir…

Algunos pensarán que 90 años es mucho vivir; que la calidad de vida merma, y que ya es hora de morir. No pensará así quien vea en esa suerte a su padre, a su madre, o a una persona que ama y de­sea… La muerte de una persona no la aceptamos todos por igual. En ese sentido, tampoco la muerte es capaz de igualar a quienes Dios ha hecho distintos y al uno para el otro.

¿No será que hemos desplazado a Dios del horizonte de nuestras vidas, y que, por tanto, nos queremos igualar, porque no admitimos diferencias?

Vayamos a la Primera Lectura. En ella descubrimos que, a la mínima dificultad, nos encaramos a Dios y lo rechazamos: «¿Por qué nos has sacado de Egipto para morir en el desierto?» Como si Dios tuviera que ir barriendo lo que vamos a pisar, y evitando todo tropiezo, y facilitando toda dificultad, y mitigando todo dolor... Ése es el dios de muchos, el dios juguete, tapaagujeros al que recurren en la dificultad, y no son capaces de bucear en el misterio, sino que se pier­den en el veneno de la murmuración…

En el evangelio nos encontramos con un Jesús que trata de que Nicodemo, maestro de la Ley, lo haga. Y lo quiere hacer también con nosotros, hoy, aquí. No nos empeñemos en quedarnos con ese dios que debe solucionarnos toda papeleta.

Las dificultades del Desierto (en aquellos nómadas), y las de la vida (en nosotros), pueden convertirnos la lengua en serpiente venenosa que, mediante el veneno de la murmuración se convierte en letal: es capaz de dejarnos muertos en vida.

Es cuestión de levantar la mirada, reconocer en esa imagen (serpiente de bronce para el pueblo de Moisés, la Cruz de la que pende el Mesías, para nosotros), que la lengua no ha de ser para murmurar sino para alabar y bendecir.

Al despedir, pues, a nuestros hermanos A. y C., abrámonos a la invitación de Dios: mirémosle cara a cara; hagámonos con esa cruz, que es nuestro signo, y derramemos en ella nuestra vida, nuestra sangre, al servicio de los demás.

Tú, Jesús, apareces clavado en el Patíbulo de la Cruz
para que podamos mirate y reconcer en ti
que la vda es un regalo de Dios que se entrega
en el goteo constante del día a día servicial.
No dejes que arrojemos el veneno de la murmuración;
que los demás no sean blanco donde proyectar
el mortífero veneno de la ofensa, la blasfemia y la descalificación.
Haz que carguemos cada día con nuestra cruz
que provocará la risa de muchos que nos rodean
pero que es la única manera de seguirte
en la entrega de la vida que Dios Padre plenifica.