2006/08/24

LUNES DE LA SEMANA 20ª DEL TIEMPO ORDINARIO (II)

En el funeral de Jesusa

(Ez 24, 15-24. Mt 19, 16-22)

HOMILIA

Hermanos: seamos agradecidos con la oportunidad que el hecho de acompañar a Jesusa y a su familia nos brinda para, en el silencio de nuestro interior meditar la Palabra de Dios. Hemos venido a orar, a despedir a nuestra hermana en la fe, a presentarle al Padre toda su vida, a agradecérsela... Vamos a sentirnos los primeros beneficiados, porque Dios nos hace el regalo de su Palabra y el consuelo de su misericordia y de su amor.

La primera lectura nos ha manifestado la situación de postración que vive el pueblo que ha abandonado su relación con Dios. El profeta Ezequiel la hace realidad en su propia vida. Abandonar a Dios, volverse a los ídolos, refugiarse en el poder o en los ritos vacíos de contenido no trae sino la destrucción y la calamidad. ¡Quién pudiera saber interpretar las palabras y la vida del profeta!...

En el pasaje del evangelio hemos encontrado una lección complementaria: Hay gente que busca a Dios, o la vida eterna. ¿Verdad que nosotros no nos preocupamos de ello? Esa posibilidad no la contemplamos ni siquiera en a muerte de nuestros seres queridos. Hablamos con circunloquios: «desde allá donde estén...; en algún lugar estarán..» Algo nos retrae de hablar de la vida eterna, de la vida en Dios, de la "vida otra"... Como el del evangelio, hay que ser joven y fijarse en Jesús para plantear la pregunta con valentía: «Maestro bueno: ¿qué he de hacer...?»

Pero Jesús no acepta halagos: «el único bueno es Dios»; ni tampoco se anda con tapujos, temiendo espantar a quienes se acercan a él: «Vende cuanto tienes.., ven y sígueme». Está clara la respuesta de Jesús; pero también la postura del joven: cree cumplir los mandamientos..., pero confía en las riquezas. Y, para Jesús, es imprescindible saber compartirlas, confiar en Dios, el único bueno. ¿Qué diríamos de ese Jesús que se pierde un potencial discípulo decidido?

Jesús confía plenamente en el Padre; disfruta del amor del Padre, y ello lo hace libre: libre ante las riquezas, la fama, el poder (dáselo a los pobres y sígueme), y libre también para no tener que aguar el vino nuevo del evangelio, la dureza del seguimiento...

Nosotros, y lo comentamos, sí albergamos ciertos temores de los tiempos que nos ha tocado vivir: la situación de la familia, los vecinos, la avidez por el dinero, el abandono de la práctica religiosa, la frialdad espiritual de nuestras familias, la desorientación de nuestros jóvenes y niños, la dejadez...; pero ¿acudimos a Jesús, preocupados, y al mismo tiempo confiados de que, aunque su respuesta sea exigente y nos obliga a un cambio de vida, es precisamente la que nos hace auténticamente libres, auténticas personas, que disfrutan del amor de Dios, y lo saben compartir?

Meditemos unos instantes.